La miniserie más impactante de Netflix en años: una disección brutal de la maldad y la desesperación.
Adolescencia no es un thriller convencional. Si la ves esperando misterio, giros inesperados o una trama de crimen clásico, te vas a equivocar. Esta miniserie no juega a ser un rompecabezas, es un bisturí afilado que corta la realidad en pedazos y te la muestra sin anestesia.
Desde el primer episodio, la historia te pone en una situación imposible: una familia común, tranquila, de clase media, ve su mundo desmoronarse cuando la policía entra en su casa para arrestar a su hijo de 13 años por un asesinato. La negación es la primera reacción lógica. ¿Cómo es posible que un niño, criado en un ambiente estable, sin traumas aparentes, pueda haber cometido un crimen así? ¿Qué clase de monstruo puede esconderse en el cuerpo de un adolescente retraído y tímido?
Los primeros minutos juegan con esa duda, con la posibilidad de que todo sea un error, de que las pruebas no sean suficientes. Pero al final del primer capítulo, la serie deja claro que no hay misterio: el crimen ocurrió, y él lo hizo. No hay escapatoria ni ambigüedades, y es ahí donde empieza el verdadero infierno.
Porque el horror de Adolescencia no está en el crimen en sí, sino en el proceso psicológico que viene después. ¿Cómo asimila una familia que su hijo es un asesino? ¿Cómo puede una madre seguir mirando a su hijo a los ojos sabiendo lo que ha hecho? ¿Cómo se enfrenta un padre al dilema de seguir protegiéndolo o aceptar que debe ser castigado? ¿Cómo sigues adelante cuando descubres que la persona que más amas es capaz de algo tan atroz?
A lo largo de los episodios, la serie disecciona cada una de estas preguntas con una precisión quirúrgica. La narrativa no busca el morbo ni el espectáculo, sino la verdad más cruda y psicológica: el dolor, la incomprensión, la negación y, finalmente, la aceptación de que el mal no siempre tiene una explicación lógica.
El capítulo 3 es la obra maestra de la serie. Aquí no hay acción, no hay flashbacks, solo una conversación entre el niño y su psicóloga. Y, sin embargo, la tensión es tan intensa que es imposible apartar la mirada. Cada pregunta es un golpe, cada silencio una amenaza, cada respuesta una grieta que se abre y deja ver lo que hay detrás de esa mirada aparentemente inocente.
Es aquí donde la serie brilla con un guion impecable, demostrando que no hacen falta efectos especiales, giros forzados ni escenas espectaculares cuando el terror está en la palabra. El niño, hasta ese momento una incógnita, empieza a revelar poco a poco su verdadera naturaleza. No se trata solo de que haya cometido un asesinato, sino de que su forma de ver el mundo es completamente diferente a la nuestra.
Adolescencia no busca justificar, pero tampoco satanizar. No te da una respuesta clara sobre si la maldad nace o se hace, pero te obliga a enfrentarte a ella sin edulcorantes. El verdadero horror aquí no es la violencia explícita, sino la incapacidad de entender cómo un niño puede cruzar la línea entre la humanidad y el vacío absoluto.
Esta no es solo la mejor miniserie que ha estrenado Netflix en los últimos años, es una de las historias más crudas y psicológicamente devastadoras que hemos visto en mucho tiempo.
Y no, no necesita más capítulos, lo que se quiere contar, está perfectamente contado.
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